En este último tiempo se ha escuchado mucho en los diferentes medios de comunicación y en la palabra de economistas ortodoxos hablar de la “pérdida de competitividad” en la Argentina.
Para dar una explicación racional al tema es necesario analizar las diferentes maneras de cómo una economía puede mejorar los niveles de competitividad, poniendo en juego diferentes concepciones que evidencien de manera clara los actores a los que benefician, junto a las consecuencias económicas y sociales que acarree.
Esta capacidad competitiva deviene de varios factores, donde no basta con tener en cuenta cuál es la relación de precios entre nuestro país y sus principales clientes, sino que se define por la productividad con la que una nación utiliza sus recursos humanos, económicos, tecnológicos y naturales.
Por ende, aumentar la productividad debe generar un valor agregado al país. En este sentido, no basta con medidas macroeconómicas estables, con un marco jurídico e institucional desarrollado, o incluso con un buen nivel de progreso social. Tampoco es suficiente establecer un Tipo de Cambio Real “competitivo”, sino que es necesario detectar y avanzar en variables que manifiesten cómo aumentar el rendimiento; como las prácticas de trabajo, las estrategias empresariales, la calidad del entorno coyuntural y las inversiones en Investigación y Desarrollo (I+D).
Existe una mirada rígida en la Argentina que sostiene la pérdida de niveles competitivos, y que la solución inmediata es la devaluación de la moneda, permitiendo de esta manera reducir los costos en dólares, principalmente salarios con el objetivo de comenzar a ganar «competitividad».
Otra perspectiva, la nuestra, consiste en promover a un Estado que tome un rol importante como orientador de los procesos económicos mediante políticas integrales que busquen el crecimiento bajo la premisa de inclusión social junto con la mejora en la calidad de vida nuestros habitantes.
Cuando economistas más inflexibles realizan un análisis sobre este concepto, lo hacen desde una figura que centra su enfoque en la reducción de los costos laborales, la mejora en el “clima de negocios” y la devaluación del tipo de cambio; omitiendo el resultado negativo que genera la devaluación en la distribución del ingreso. Esto afecta directamente a los salarios de los jubilados y todos aquellos sectores que tienen ingresos fijos, además de comerciantes y pequeñas y medianas empresas que comercializan sus productos y servicios en el mercado interno. Los favorecidos son los sectores exportadores -en especial los cerealeros-, los especulativos y los de mayor concentración de mercado, que a partir de un dólar alto incrementan su facturación y sus ganancias en pesos.
Estas concepciones neoliberales impulsan un destino productivo atado a ventajas comparativas estáticas basadas en la estructura productiva que presenta la economía argentina. Desde esta visión, se promueve la especialización en producciones agroindustriales, transitando hacia un proceso de primarización de nuestra economía, que impacta de manera totalmente negativa sobre la creación de empleo y el desarrollo de nuevas cadenas productivas.
Por ello, pretender que la política cambiaria resuelva los problemas mencionados es absurdo, cuando en realidad, los exportadores, sistemáticamente, resuelven con una transferencia de recursos desde el resto de la sociedad sin garantizar incentivos para la mejora productiva.
Por otro lado, las empresas no adjudican una importancia altamente relevante al tipo de cambio como factor de competencia (aunque en algunos sectores sí sea muy favorable), sino que claramente buscan fomentar la innovación, la incorporación e intercambio de conocimiento, ideas y cooperación, articulando con sectores institucionales y académicos.
En cambio, desde nuestro enfoque, pensamos en la participación de un Estado promotor del crecimiento y desarrollo económico con mejoras en la calidad de vida, el rol de los salarios como dinamizadores de la producción de un fuerte mercado interno y la rentabilidad del sector privado, junto a la incorporación de ciencia y tecnología para generar un sistema con mayor valor agregado.
Esta representación estructural relaciona la competitividad con los cambios técnicos y organizacionales brindando ventajas competentes y eficientes a una economía. Así, este proceso procede del conglomerado de creaciones y conductas tecnológicas de los elementos que se despliegan dentro un sistema nacional, generando un fuerte lazo entre la competitividad, incorporación del avance técnico científico, dinamismo industrial y aumento en la productividad.
Este concepto explicado en los párrafos anteriores radica en la capacidad que tiene un país para sostener y agrandar su participación en mercados internacionales, su mercado interno, y de avanzar de manera simultánea con el nivel de vida de su población a través del aumento productivo por el sendero de la incorporación de progreso técnico científico.
Las ganancias de una competitividad verdadera, sólida y sustentable sólo es posible con la intervención de un Estado que promueva una distribución equitativa de la renta nacional y la conformación de un sistema industrial totalmente integrado.
Esta método se puso en práctica en nuestro país a partir de 2003, cuando se implementó un modelo de crecimiento económico con inclusión social, el cual inauguró un ciclo de crecimiento virtuoso a partir de una política macroeconómica sustentable favorable a la inversión productiva en detrimento de la financiera, que permitió generar un proceso de crecimiento de la producción y el empleo.