Finalmente, el 7 de diciembre la legislatura porteña aprobó el proyecto que sanciona el llamado “acoso callejero” con trabajo de utilidad pública y multas que van de los 200 a los 1000 pesos. Concluye otro año intenso en materia de género: de profundo debate, de atroces noticias, de aguda crítica y vivo reclamo. Así, durante el año que acaba, hemos asistido a la notable visibilización y verbalización de una problemática arrastrada por siglos.
Una vez más, las hemos visto brutalmente asesinadas, maltratadas, intimidadas y humilladas. Las hemos visto, aunque siempre han estado allí. Han estado también valientes, impasibles, marchando por calles diluviadas; organizadas y solidarias; ingeniosas y comprometidas en su lucha; incansables en la defensa de sus libertades.
También los hemos visto a ellos, a los que entendieron que cuando hablamos de violencia de género no hablamos de protagonismos, ni de un dilema femenino, sino de un problema social que nos incluye a todos. A los que entendieron que el planteo del problema no enfrenta ni fragmenta, sino que une y aproxima.
En este marco, la discusión en materia de acoso en espacios públicos ha padecido la mayor ridiculización y minimización. Abusando de los eufemismos, se ha desconocido una de las formas más naturalizadas de la violencia. Sin embargo, la voz de quienes vienen denunciando los atropellos implicados en este tipo de conductas ha logrado hacerse eco por primera vez en la legislación argentina. Finalmente, el 7 de diciembre la legislatura porteña aprobó el proyecto que sanciona el llamado “acoso callejero” en la ciudad con trabajo de utilidad pública y multas que van de los 200 a los 1000 pesos.
El mismo texto de la ley plantea como propósito “prevenir y sancionar el acoso sexual en espacios públicos” entendiendo por estos actos a aquellos “que hostiguen, maltraten o intimiden y que afecten en general la dignidad, la libertad, el libre tránsito y el derecho a la integridad física o moral de personas basados en su condición de género, identidad y/o orientación sexual.” Lo significativo del artículo citado es que expone cómo el acoso afecta a quien lo padece, limitando sus libertades y dañando su integridad. Así, nos alejamos del ámbito de la libertad de expresión al estar frente una conducta que genera opresión y sometimiento.
Los legisladores tienen a veces la difícil tarea de definir delgadas líneas. Ante el tan reñido binomio “acoso”- “piropo”, la ley ha adoptado una definición que se pone del lado de la defensa a la libertad e integridad de cualquier ser humano. La definición del accionar sancionado acierta en su pluralidad, enmarcando a todas aquellas “conductas físicas o verbales de naturaleza o connotación sexual, basadas en el género, identidad y/u orientación sexual, realizadas por una o más personas en contra de otra u otras, quienes no desean o rechazan estas conductas en tanto afectan su dignidad, sus derechos fundamentales.”
En este sentido, la normativa entiende que el acoso puede ser tanto físico como verbal. Puede ser ejercido y padecido por personas de cualquier género. Puede consistir en una serie de acciones enumeradas de modo no taxativo, entre las que se encuentran: comentarios sexuales, directos o indirectos al cuerpo; fotografías y grabaciones no consentidas; contacto físico indebido; persecución o arrinconamiento; masturbación o exhibicionismo; gestos obscenos y otras expresiones.
En el universo de términos presentes en la norma se destacan las palabras “libertad” y “consentimiento”, preponderando de esta manera dos pilares que marcan el camino hacia una construcción social en un marco de igualdad y respeto. Cabe la pregunta sobre la eficacia de este tipo de leyes, la cual dependerá en parte de su reglamentación y la participación de otras fuerzas políticas y actores sociales. No obstante, la validez de una norma no se mide en términos cuantitativos.
El acoso en nuestras calles es uno de los tantos componentes intangibles de la desigualdad. Tal vez esta clase de normas sea un atisbo más de un cambio que se gesta. Una justicia entre tantas que reclamamos. Un cambio en discurso jurídico que tradicionalmente utilizaba categorías como la de “mujer honesta”, a un discurso que recoge figuras como la del “feminicidio” o que dispone la obligatoriedad para los comercios y oficinas públicas de tener cambiadores para bebés en los sanitarios tanto para mujeres como para hombres, otra de las leyes aprobadas este mes para la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Para cambiar hay que comenzar por examinar el discurso jurídico, social, familiar y educativo. Pasar de la inquisición de la víctima al rechazo de la conducta del hostigador. De costumbres perpetuadas por generaciones al repudio de todo acto que intimide a un ser humano.
Para poner en jaque una retórica que entiende que un género “propone” y el otro “dispone” (o que, cuando puede, dispone), es necesario revisar toda retórica sobre género, sobre roles, sobre lo “femenino” y lo “masculino”, y sobre los modos de interacción social en una perspectiva de género. Todo paso en este sentido abre un camino desconocido pero válido en la búsqueda de equidad.
Natalia Segura Diez
Analista de CECREDA