En los últimos días se instaló nuevamente el debate por la baja de la edad de imputabilidad penal, pero para entender el porqué de nuestra realidad social, debemos primero analizar el marco normativo. Hoy, en nuestro país, tienen aplicación los decretos ley 22.278 y 22.803, instaurados durante la década de 1980 bajo el gobierno de facto.
Estas normas se apoyan esencialmente en un modelo tutelar, que consagra al juez una absoluta discrecionalidad, permitiéndole aplicarle al menor el régimen penal de adultos.
La Ley Penal de Menores declara inimputables tanto a los menores de 16 años, como a los menores de 18 cuando incurran en delitos de acción privada o reprimidos con multa, inhabilitación o pena privativa de la libertad que no exceda de 2 años. Mientras que los menores entre 16 y 18 años son punibles respecto de los delitos de acción pública o de los de acción privada con penas superiores a los 2 años.
Este método proyecta al niño como víctima, merecedor de protección, inimputable e incapaz, lo que habilita que el Estado reemplace la autoridad de los padres o tutores por la de un juez, en los supuestos de abandono o trasgresión a la ley.
Así, si el menor se ve imputado en la comisión de un delito o bien, en aquellos supuestos donde resulte manifiesto el abandono del adolescente, el Estado puede proceder a su institucionalización, sin garantías, por el delito cometido o por pertenecer a alguna familia socio-económicamente desaventajada. Entonces, a pesar de su aislamiento temprano, no se les condena hasta que no cumplen la mayoría de edad, no se les garantiza un debido proceso y tampoco existe una distinción visible entre las penas que se le imparten en comparación con las que reciben de adultos.
Sin embargo, a partir del año 1994, momento en que se incorporó a nuestra Constitución, la Convención Internacional sobre Derechos del Niño, el contenido de esta ley comenzó a ser ampliamente cuestionado por los teóricos de nuestro país por considerarla violatoria de numerosos derechos adquiridos.
En este sentido, en el año 2005 fue sancionada la Ley 26.061 de Protección Integral de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes, cuyo objetivo principal es la defensa del interés superior del niño y en consonancia, el de todos sus derechos, incluyendo su reconocimiento como sujetos de pleno derecho y el de las mismas garantías procesales instauradas para los adultos, más otras particulares en relación a la especificidad de los jueces y tribunales intervinientes, cambiando así, el rumbo de nuestro régimen hacia el método de Protección Integral.
Ya hace más de diez años organismos internacionales denuncian la necesidad de modificar nuestra legislación e instituciones nacionales y adecuarla a los compromisos internacionales asumidos.
En Argentina, el primer proyecto de responsabilidad penal juvenil adecuado a los principios de la CIDN se presentó en el año 2000, perdiendo estado parlamentario dos años después. Desde esa fecha muchos anteproyectos han sido elaborados sin que ninguno se concrete en una iniciativa legislativa.
En resumen, a pesar de que hace un cuarto de siglo que el niño en la teoría dejó de ser un objeto, para pasar a ser un sujeto pleno de derecho, capaz de asumir la responsabilidad penal por sus actos, aún no hemos podido encaminar una respuesta normativa efectiva que readecue nuestro sistema, que cumpla con el imperativo constitucional y que priorice la promoción del desarrollo y dignidad del menor por encima del castigo.
La delincuencia juvenil despierta diversas y extremas opiniones en la sociedad,existe un descrédito generalizado acerca de las políticas públicas destinadas a la contención y prevención del delito en adolescentes por sus resultados poco tangibles.
Este descontento social desemboca como vimos en una creciente y reiterada demanda para bajar la edad de imputabilidad penal y por consiguiente, se reclama la asimilación del niño al adulto cuando los primeros participen en un hecho delictivo, pretendiendo castigar su desvío y frenar la trasgresión legal con sanciones más duras.
Entendemos que este discurso social viralizado por los medios masivos de comunicación corre la mirada del problema base de nuestro derecho interno y dificulta su identificación.
Nuestra realidad jurídica está determinada por la convivencia de dos sistemas antagónicos que por ser incompatibles terminan entorpeciendo la aptitud de nuestras instituciones legales para dar una respuesta efectiva a la problemática y, al mismo tiempo, garantizar la seguridad.
La colisión de normas que exponemos, afecta principalmente al niño involucrado, quien debe soportar una serie de violaciones sistemáticas a sus derechos, fundadas en su supuesta incapacidad y bajo fundamentos de resguardo y protección originados en la concepción paternalista, forzada y anacrónica que venimos arrastrando durante un siglo.
El adolescente no cuenta con un comportamiento estático. Los cambios constantes en su personalidad aún no definida, afianzan el éxito de los distintos programas de reinserción familiar y social y los vuelve receptivos a los tratamientos rehabilitantes, por lo que creemos que la clave está en concentrar los recursos en el diseño de políticas focales en la escolarización y reeducación del menor que amplíen sus oportunidades posteriores de empleo y su readaptación.
El encarcelamiento temprano de una persona, la estigmatiza, la posiciona en un lugar excluyente de la comunidad, reproduce internamente la violencia que muchas veces es causa de la delincuencia infantil. El encierro los convierte en profesionales del delito mucho antes de que comprendan en su totalidad el orden legal que los rodea.
Asimismo, aunque el niño no haya completado su desarrollo madurativo, una vez alcanzada la edad mínima legal, se presume que cuenta con las herramientas suficientes para comprender la conducta realizada. Esta presunción lo vuelve susceptible de un reproche de culpabilidad reducida y por lo tanto, se lo juzga capaz de asumir las consecuencias por su accionar contrario a la ley. Consecuencias que deben ser medidas, racionales y proporcionales al hecho en cuestión, ignorando conjeturas sobre su peligrosidad o su condición familiar previa.
En este sentido, las medidas socio-educativas representan una alternativa viable a la privación de libertad, teniendo en cuenta tanto su ánimo conciliatorio y de reparación de la víctima, como el efecto negativo y contraproducente que la prisión e institucionalización provoca en el adolescente.
Tomar la baja de la edad de imputabilidad penal como único parámetro para solucionar la inseguridad implica un evidente retroceso. Aprovechemos el resurgimiento del debate y no esperemos la pérdida de nuevas vidas para asumir la evidente contradicción de nuestro sistema y readecuar nuestra legislación.
Evelyn Espinosa
Secretaría Legal y técnica
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