En los últimos tiempos, se discute constantemente el tipo de cambio y la entrada de dólares mediante la toma de duda. La crítica del tipo de cambio atrasado durante los últimos años de la gestión pasada parece tener hoy carencia de contenido, al darse el mismo fenómeno actualmente.
Sin embargo, la diferencia contextual de ambos periodos, principalmente en lo que refiere a política pública, posee diferentes consecuencias en la economía nacional a dicho fenómeno. A continuación, veremos más en detalle qué implica el tipo de cambio atrasado y por qué parece haber dos mundos diferentes entre el 2015 y la actualidad.
Desde la perspectiva teórica, el tipo de cambio está determinado por las diferencias relativas de la productividad en diferentes ámbitos nacionales. De esta forma, mientras mayor sea la discrepancia entre la productividad de un país en relación a otro, mayor será el tipo de cambio (real) entre ambas monedas. Sin embargo, en la determinación empírica del tipo de cambio empiezan a jugar fuerzas diferentes, que si bien estructuralmente son la forma bajo la que opera la discrepancia de productividad, lo hace de manera indirecta. Este tipo de fuerzas está principalmente ligado a lo que conocemos hoy como “política cambiaria”. Bajo la política cambiaria el Estado intenta operar “artificialmente” sobre el tipo de cambio persiguiendo diferentes fines económicos.
Históricamente, el tipo de cambio atrasado (“dólar barato”) fue uno de los instrumentos de política pública orientada a la expansión económica. Bajo un esquema de dólar barato es posible aumentar la ganancia de los capitales industrial al tiempo que mejora el poder adquisitivo de la clase trabajadora. Eso se genera bajo un abaratamiento de los costos productivos (debido a que la industria nacional utiliza directa o indirectamente un gran número de insumos y bienes de capitales importados) así como de productos finales producidos en el exterior (como bienes tecnológicos). Por otra parte, el tipo de cambio atrasado genera un abaratamiento de los bienes primarios producidos localmente, disminuyendo el precio relativo de alimentos y otros bienes de primera necesidad. En conjunto, estos efectos generaron un crecimiento de la economía y un mayor grado de inclusión social. Sin embargo, este tipo de medidas tiene su límite en su propio diseño: el dólar barato lo es sólo en la medida en que el mismo pueda ser financiado por una fuente externa a la industrial. En este sentido, el principal mecanismo de financiación del dólar barato (y crecimiento económico) es la apropiación por parte del Estado de la “renta de la tierra”, es decir, la apropiación de las divisas que entran al país como contraparte de la exportación de productos primarios.
Este modelo fue implementado en a lo largo de la gestión pasada, haciendo uso de la política cambiaria como instrumento de expansión económica. Sin embargo, la caída del precio de la soja, el fuerte crecimiento económico de los años anteriores, la falta de un cambio estructural del perfil productivo y el perseguimiento de una política activa de “pleno empleo”, generaron una mella progresiva en las reservas de divisas que hacían difícil mantener al tipo de cambio “barato”. Eso significó una serie de devaluaciones que desencadenaron en el proceso inflacionario que caracterizó la segunda mitad del kirchnerismo, al mismo tiempo que empezó a profundizarse en gran manera la fuga de capitales, es decir, la demanda de dólares para fines no productivos. La creciente fuga de capitales agravó los limitantes estructurales de la economía argentina, acelerando el decrecimiento de las reservas y generando un espiral devaluatoria.
A fines de 2011, a fin de desincentivar el uso no productivo de dólares y cuidar las reseras, empieza tener efecto lo que se llamó el “cepo cambiario”, que implicó un control e impuesto creciente a la compra de divisas para fines no productivos. El objetivo del mismo era mantener el dólar barato para no generar una recesión económica y acelerar la inflación por medio de la penalización del ahorro en dólares. Entre el 2014 y el 2015, dicho mecanismo generó un gran impacto en el discurso ideológico de la oposición de aquel entonces. Los argumentos de “falta de libertad” y “regulación de mercado” fueron uno de los caballos de batalla centrales de la oposición y que tuvo un gran efecto en las urnas a finales de 2015.
Con la nueva gestión, la política cambiaria dio un vuelco radical. En primer lugar la salida del cepo hacia un tipo de cambio libre representó una gran devaluación que, aún los expertos, se sorprendieron del precio del dólar, viéndolo más barato de lo anticipado. Por otro lado la salida del cepo y el diálogo con los “fondos buitre”, le abrió la posibilidad a nuestro país de tener acceso a una gran cantidad de financiamiento externo (mediante emisión de deuda hacia organismos internacionales como el BID). Un tercer factor importante fue la política conocida como “metas de inflación”, que generó una suba en la tasa de interés que, frente a la estabilidad cambiaria, presentaba tasas de ganancia en dólar muy altas para los capitales mediante el mecanismo de “bicicleta financiera”. La entrada de dólares por estas últimas dos razones generó que exista una oferta de divisa que congele el tipo de cambio.
De esta forma, desde principios del 2017 a la actualidad (marzo del 2017) podemos apreciar que el dólar subió de 13 pesos a menos de 16, lo que representa una suba de alrededor del 20%. Por otro lado, la tasa de inflación durante 2016, supero los 40% anuales, por lo que esto significa que el tipo de cambio real se encuentra totalmente apreciado, generando un nuevo efecto de dólar “barato”.
Sin embargo, en el contexto de políticas económicas que se dieron en el último año, el dólar barato no tuvo los efectos virtuosos sobre el crecimiento económico y el poder de compra, ya que no existió un marco político que los dirija hacía allí. Por lado contrario, el tipo de cambio atrasado se utilizó principalmente para la fuga de capitales y giro de ganancias de empresas extranjeras.
Es cierto que una “actualización” del tipo de cambio generaría una inflación mayor, ya que el dólar se encarecería y con él aumentarían los precios locales y disminuiría el poder de compra. Pero también es cierto que la forma en que se financia el tipo de cambio barato posee limitaciones muy serias y que estos dólares que entran, lejos de financiar el crecimiento y desarrollo económico, profundizan las problemáticas estructurales de la economía que no permiten una capacidad de repago de la gran deuda en la que se está sometiendo al país.
En resumen, la entrada de dólares mediante deuda y el tipo de cambio barato no están hoy al servicio de generar capacidades industriales y tecnológicas que permitan un mayor y mejor empleo, sino que se dirigen hacía prestar “facilidades” a los capitales radicados nacionalmente (ya sea los grandes oligopolios argentinos o las empresas de capitales extranjeros) y a disminuir la financiación del Estado mediante emisión monetaria, bajo la esperanza de que genere mejores “condiciones de inversión”, aún en un contexto de baja de la demanda. Este tipo de ingenuidad se presenta en una deuda externa cada vez mayor, que entra en contradicción con una capacidad de generar divisas cada vez menor. Este tipo de paradoja llevará eventualmente a una gran crisis externa, que posiblemente tomará similitud con viejas crisis nacionales como la de 2001.
Diego Cúneo
Secretario de Economía