Educación

Escuela y Mercado Laboral en la nueva Economía del Conocimiento

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Luego de la crisis de las políticas neoliberales del 2001, el Estado volvió a tomar un rol activo en la economía y debió hacer frente a un contexto caracterizado por una alta volatilidad y competencia de los mercados laborales y una clase obrera diezmada y desorganizada.

Entre los mecanismos empleados para mitigar la marginalización estructural del nuevo modelo económico, la institución escolar cumplió un rol esencial como espacio de contención social, pero su capacidad para formar una nueva clase obrera calificada y su articulación con el mercado de trabajo es altamente cuestionable.

A lo largo de las décadas puede identificarse cierta correlación entre los modelos de escolaridad desarrollados en el país y los regímenes económicos que han caracterizado a cada época. En los orígenes del Estado moderno argentino, se hizo énfasis en el rol de la escuela como formador de una identidad nacional que lograse homogeneizar a la gran masa de inmigrantes recién llegados (en tanto a lenguaje, valores, etc.) para saciar la demanda de mano de obra requerida por el modelo agroexportador. Durante las décadas de sustitución de importaciones, mientras se consolidaba el Estado de Bienestar, la educación adquirió gran articulación con el mercado laboral y comenzó a integrar componentes conformadores de una joven clase obrera industrial con mayores conocimientos técnico-profesionales y conocimientos de oficios. Con la llegada de la nefasta dictadura de 1976, se operó una transformación radical que afectó no sólo el modelo económico del país sino también la propia configuración política y social. Este proceso de transformación del Estado de Bienestar hacia un Estado Neoliberal, que se extendió hasta inicios del siglo XXI, intervino fuertemente sobre el mercado laboral.

El mercado laboral se tornó más competitivo tanto en términos cuantitativos como cualitativos. Cuantitativamente los procesos de desindustrialización y de privatización operaron de tal forma que gran parte de los capitales nacionales fueron concentrados en manos de unas pocas firmas. Esto se tradujo en una fuerte monopolización de la economía, y, por lo tanto, también de los mercados laborales. A su vez, la propia masa de trabajadores perdió fuerza en sus capacidades de negociación, ya que la organización sindical se debilitó en un contexto de desindustrialización, desempleo, marginalidad y pauperismo, al mismo tiempo que las persecuciones operadas por las fuerzas militares diezmó a toda una generación de obreros industriales y estudiantes. Por otro lado, cualitativamente significó la demanda de una mano de obra con mayores capacidades técnicas para el desarrollo de actividades productivas. Las nuevas industrias, colocadas en un mercado mucho más globalizado y transnacional, enfocan su capital en la producción de bienes de alto valor agregado, y en pos de este objetivo, priorizan los recursos de carácter intelectual tanto o más que los recursos materiales. Pero, paralelamente, al aumentar la competencia a escala transnacional, los compromisos estables con el capital humano, aun con el más especializado, se han vuelto desaconsejables, pues entorpecen la competencia y la movilidad. Cualquier desarrollo mínimo en el campo de la tecnología puede cambiar completamente las estructuras productivas, lo que hace que especializarse en un área productiva sea ventajoso sólo temporalmente.

Luego de la crisis de las políticas neoliberales del 2001, el Estado volvió a tomar un rol activo en la economía y debió hacer frente a este nuevo contexto de alta flexibilidad y competencia de los mercados laborales por un lado, y una clase obrera diezmada y desorganizada por el otro. El primer paso, ya fue dado en el 2002, y a partir de èl se ha construido: a través de planes sociales como el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desempleados, el Seguro de Empleo y Capacitación, el programa Familias por la Inclusión Social, la Asignación Universal por Hijo, los nuevos sistemas previsionales etc.  A través de estas herramientas se buscó revertir la exclusión sistémica ocasionada por el neoliberalismo y otorgar un nuevo margen de sustentabilidad a las familias más afectadas. Paralelamente, muchas de las políticas de asignación de recursos exigían como condición de acceso a las mismas, que los hijos de familia sean incorporados o reincorporados al sistema educativo y cumplieran con la asistencia obligatoria. Esta resignificación social de la educación como nuevo espacio de integración, también fue planificada por el Estado, el cual reestructuró el espacio educativo a través de leyes como la nueva Ley de Financiamiento Educativo y la nueva Ley de Educación Nacional para hacerlo mucho más inclusivo y darle un lugar prioritario en la agenda política. Estas iniciativas fueron acompañadas por políticas públicas como el plan FinEs, el Programa de Respaldo a Estudiantes de Argentina (PROG.R.ES.AR), el Programa Jóvenes con Más y Mejor Trabajo, etc. que buscan la inserción o reinserción al sistema educativo de significantes porciones de la población. Sin embargo, este nuevo enfoque de la inclusión a través de la educación responde a las exigencias del modelo económico vigente de una manera históricamente particular.

La economía del conocimiento genera fuertes y muy persistentes desigualdades sociales que son difíciles de paliar. La diferencia con el modelo neoliberal es que, los costos sociales de esta economía excluyente, ahora recaen sobre el Estado. Así, la escuela ya no responde a las demandas de los mercados laborales como lo habría hecho en otras épocas, sino que, más bien, contiene o disimula sus costos sociales. Si analizamos el papel de la educación como complemento del modo de producción dominante, vemos cómo las instituciones educativas primarias y secundarias han asumido cada vez más el rol de espacios de contención social. Frente al nuevo caudal de población que incorpora la educación pública, las escuelas se ven obligadas a enfrentar un sinfín de problemas sociales tales como la desnutrición, problemas de salud, el maltrato familiar, ciertos aspectos psicopedagógicos, la discriminación, la falta de recursos, entre otros. Estos, definitivamente dificultan y hasta obstruyen los procesos pedagógicos, sumado a que su resolución no se encuentra institucionalmente señalada. 

Sin embargo, en pos de su objetivo formal (impartir conocimiento), las instituciones educativas realizan adaptaciones sucesivas dentro de los límites que su propia estructura les permite. De esta forma adoptan, de manera improvisada,  el rol de espacios de contención social, dependiendo así de las contingencias que van atravesando su camino e inevitablemente desvirtuando sus medios y objetivos. Esto es sumamente evidente cuando observamos las sustanciales diferencias entre escuelas públicas en barrios marginados y escuelas públicas en barrios de clase media. Las estructuras educativas son las mismas, pero los resultados obtenidos a nivel académico son sumamente diferentes, y en definitiva, terminan reproduciendo las desigualdades sociales.

Claramente, la fuente del conflicto escapa a las posibilidades de una simple reestructuración de la institución escolar. No se trata de sistematizar los espacios de contención, sino de reestructurar la economía de tal forma que se generen mercados laborales que puedan absorber una gran masa de trabajadores. El Estado inclusivo debe ser un canal hacia una economía inclusiva y no un dique de contención de una economía excluyente. Definitivamente se han generado políticas laborales que apuntan a disminuir la volatilidad del mercado, elevando el salario mínimo vital y móvil, implementando el Plan de Regularización del Trabajo, reforzando la capacidad de negociación sindical con la Ley de Ordenamiento Laboral. Pero la actual economía del conocimiento está atravesada por una fuerte competitividad, que se traduce en una marcada estratificación laboral, donde solo un pequeño porcentaje de trabajadores logra ser absorbido por el mercado formal y el resto se ve obligado a recurrir a los mercados informales, donde no hay acceso a los nuevos beneficios y la situación de explotación y precarización laboral impide su crecimiento como clase social. La transformación debe darse en ambos frentes, desarrollar una industria que pueda crecer al ritmo que se forme una nueva clase obrera, que pueda acceder a los beneficios del mercado inclusivo y cuente con el apoyo del Estado para desarrollar mayores capacidades a lo largo del tiempo. La transformación debe estar en manos de la capacidad obrera y no de la competitividad del mercado.

Francisco Soria
Analista CECREDA

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