Hablar sobre el problema de la “inseguridad” es una cuestión para nada sencilla, dado que hacerlo significa entrar en un terreno minado de ideas ampliamente difundidas por los medios, que han sido tomadas como verdades incuestionables y han creado prejuicios de todo tipo. El dolor, el miedo y la impotencia que giran en torno al tema de la inseguridad, son sentimientos que suelen ser el mejor “campo fértil” para los demagogos, mentirosos y falsos expertos, que aprovechando la ocasión, presentan sus soluciones mágicas y sencillas que aparentemente resolverán el problema en el corto plazo, y montados a la ola de reclamos realizan su negocio político.
Fundamental es, para una aproximación clara al problema, cuestionar el lenguaje que se ha instalado en la sociedad para hablar sobre el tema. Lejos de ser neutral, en él se adivina una determinada visión social, en torno a la cual se articulan discursos que traslucen ideologías, a partir de las cuales se generan políticas que son promovidas con mucha coherencia por aquellos sectores sociales que las producen. Desarmar la lógica interna de ese lenguaje, puede ser un buen inicio para abordar el problema.
Una idea que los medios han logrado instaurar en la sociedad como verdad incuestionable, es la de asimilar como equivalentes a la demanda de seguridad con la lucha contra el delito. Una sociedad segura, es aquella en la que se garantizan todos los derechos para todas las personas que integran esa sociedad; combatir el delito, es una obligación social, pero lógicamente, no es la única ni la más importante de las obligaciones. El nombre “inseguridad” mismo, o la demanda de “nuestro derecho a la seguridad”, encierra un concepto muy confuso. Cuando una persona es despojada de un bien de su propiedad, podemos decir que ha sido violado su derecho a la propiedad privada, si ha sido golpeada, podemos decir que fue violado su derecho a la integridad física, pero el derecho a la seguridad, objetivamente, no es tipificable, la demanda del derecho a la seguridad es un abstracto que objetivamente no puede traducirse en nada concreto. Una persona, en la esquina de su barrio, puede estar muy tranquila al lado de otra que por el contrario, está aterrada, siendo la situación de ambos objetivamente la misma.
En consecuencia, podemos dividir el problema de la inseguridad en dos aspectos, profundamente relacionados. Por un lado, una inseguridad objetiva, tipificable y susceptible de ser medida cuantitativamente en la cantidad de delitos que se cometen en un tiempo y espacio geográfico determinado. Por otro lado la inseguridad subjetiva, o lo que también puede llamarse como “sensación de inseguridad”, esto remite más al temor, la incertidumbre, el miedo al prójimo que producen tanto los hechos reales como otros múltiples factores difíciles de mencionar. El miedo se vale de hechos reales, pero lo que sucede objetivamente puede tomar, subjetivamente, dimensiones mayores. En efecto, la relación entre lo objetivo y lo subjetivo es siempre fluctuante, y para tener una perspectiva clara del problema resulta necesario considerar ambas.
Por ejemplo, en la actualidad, si de algo parece estar segura la opinión pública es de estar a la merced de los secuestradores, de ser víctima de algún robo, ya sea en la vía pública o en su propio hogar, y que a esos jóvenes drogados y desesperados nada los detiene en caso de que quieran cometer algún delito. Sin embargo, la cantidad de personas que mueren en accidentes de tránsito es mucho mayor que la cantidad de víctimas de homicidios dolosos. Pero las personas suelen tener mucho más miedo de ser asesinadas en la calle que morir en su automóvil camino a su trabajo o a su lugar de veraneo, siendo esto último, lo estadísticamente más probable. Esta relación fluctuante y de no correspondencia entre la dimensión subjetiva y objetiva, es lo que genera que el miedo pierda su función positiva, y pase a convertirse en un problema en sí mismo, fuertemente distorsivo. No está mal tener miedo, y su función positiva se cumple si este sirve para hacernos tomar medidas de prevención proporcionales a la magnitud de los riegos de los que somos conscientes. Pero si pasamos en rojo todos los semáforos a alta velocidad por miedo de ser robados en cada esquina, el temor se convierte en causa de problemas mayores.
Los medios se basan en la selección de hechos objetivos para difundirlos amplia y continuamente, logrando que el impacto subjetivo sea desproporcionadamente de una magnitud mucho mayor. Creando una inseguridad mediáticamente inducida. No es ingenuo. Un ciudadano con miedo, es mucho más manipulable, está más dispuesto a ceder parte de sus libertades y derechos para que lo cuiden de un peligro que juzga inminente y es mucho menos crítico que un ciudadano que se siente seguro y no vive atemorizado. Por eso también, el problema de la inseguridad como se trata mediáticamente, socaba las bases de la democracia al hacer a los ciudadanos más permeables a las propuestas que anulan y lesionan derechos y garantías constitucionales, y al anular la crítica frente a la amenaza que se juzga inminente, así como de cubrir con un manto de indiferencia otras importantes problemáticas sociales.
Para que esta inseguridad mediáticamente inducida pueda mantenerse en el tiempo, es necesario poder identificar un responsable claro de los males que nos aquejan, un chivo expiatorio, es aquí cuando aparece la figura del “pibe chorro”, el adolescente del barrio precario, con su estética y modos propios que se convierten en la viva imagen de la amenaza y el peligro. Sobre esta figura, se crea toda una serie de discursos con pretensiones de generar efectos muy claros. Se dice que “entran por una puerta y salen por la otra”, ignorando la gran mayoría de presos sin condena por abuso del uso de la prisión preventiva, que se hacinan en las atestadas e infecciosas cárceles. Se habla de su naturaleza casi congénita tendiente al delito y a la violencia, que lo llevaría una y otra vez a reincidir, demostrando su incapacidad para vivir en sociedad, siendo una amenaza a la misma. Estos son los “delincuentes” en contraposición a la “gente”, así se pretende crear un contexto social polarizado, en el cual se identifica a los desposeídos y marginados económicos con el mundo del delito, y a quienes participan en la distribución de la riqueza con el mundo de la legalidad. Este antagonismo social es indudablemente incompatible con una sociedad democrática, y crea un marco en el cual la represión ilegal se vuelve legítima.
Sobre estos discursos se monta todo un andamiaje tendiente a aumentar la capacidad represiva de las fuerzas de seguridad, de anular las garantías del debido proceso, de disminuir la sensibilidad frente a los problemas sociales y de anular la valoración de la vida misma. Esto se cristaliza en frases como “hay que matarlos a todos”, en la acusación de jueces de “garantistas” como si no fuese su deber velar por el debido proceso, y en el aumento de la respuesta punitiva como toda solución. Pero para que este nuevo andamiaje represivo sea efectivo, debe ir acompañado de un sistema de vigilancia que lo ayude en su selectividad. Es así como el temor que la inseguridad mediáticamente inducida genera, predispone a las personas a ceder cada vez más de su vida privada, en términos que en otro contexto serían intolerables, a la exposición de la vigilancia como medio de prevención. Las cámaras de vigilancia, tan eficaces para mostrar a delincuentes callejeros, pero tan inútiles para encontrar narcotraficantes, son bastante ilustrativas de esto. El ciudadano atemorizado, se siente seguro al estar vigilado.
En conclusión, con la excusa de que un sector minoritario de la población, pero sumamente peligroso, que roba y mata, se monta todo un sistema punitivo, represivo y de vigilancia, que tiene efectos y puede actuar sobre el conjunto de la población. Si se eliminan las trabas que contienen el poder represivo, ¿qué garantiza que este poder no se vuelque en contra de nuevos enemigos?, ¿qué garantiza que no se utilice dirigido con fines políticos y económicos? ¿Qué garantía tendrá cualquier individuo frente a él?. La historia de las masacres en nuestro país es la historia de un sistema represivo desbordado y sin contención. Siempre coincidentes con épocas oscuras y de derrota para los sectores populares. La inseguridad como se la induce mediáticamente, es una amenaza para la democracia y sus valores.
Por Facundo Castro