Notas de Opinión

La inseguridad de guante blanco

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El histriónico filósofo alemán Friedrich Nietzsche ya señalaba hacia el final del Siglo XIX que es posible que un delincuente no experimente sentimiento de culpa por su delito cometido, debido a que ve que los mismos actos que lo llevaron a él a la cárcel son aprobados en otras circunstancias y a favor de otros personajes. Afirma que así sucede, con el robo, la violencia, la trampa y el engaño;  sus jueces no condenan estos actos en sí sino ciertos aspectos y sólo algunas de sus aplicaciones prácticas.

 

     El discurso hegemónico de la inseguridad no es un bloque monolítico sin fisuras, como tampoco es un relato inequívoco; su laxitud radica en el hecho de estar formado por múltiples consideraciones, cuya primacía se encuentra en constante pugna. Por un lado los agentes sociales disputan su significado en términos de falencias estatales, en este caso el diagnóstico comprende desidias y faltas de políticas públicas sociales como las causas de su situación actual.  Por el otro, los agentes estatales,- quienes al ser autoridades y funcionarios públicos se ven comprometidos a dar respuesta inmediata-,  le otorgan un carácter mayoritariamente social, caracterizando a este cúmulo de expresiones que engloban la “inseguridad”, como el resultado de un derrotero imparable y anterior a su mandato, un fenómeno social que representa caos y desborde, sobre el cual los recursos existentes vendrían a estar siempre por detrás de los necesarios. 

    Un breve repaso de la forma en que el denominado problema de la inseguridad  ha sido modelado es indispensable para revisar algunas de sus contradicciones. De igual forma, resulta necesario reflexionar en torno a los modos de construcción del problema, ya que éstos no son ajenos al problema mismo, sino que son constitutivos de su relato.

       Este discurso eminentemente polisémico que conforma la inseguridad, pese a su diversidad, posibilita extraer algunas características comunes. Representada en el imaginario colectivo y propagada a nivel masivo por los medios de comunicación, la “inseguridad” se encuentra fuertemente asociada con algunos delitos callejeros, con la pobreza y con la supuesta incapacidad del sistema penal para controlar a ambos fenómenos. En este relato actual, de alcance mediático masivo, sólo se corresponde con la  integridad física y la propiedad privada; se la percibe  como  la ausencia de protecciones vinculadas, únicamente, a estos derechos civiles. De manera que cuestiones tales como la cobertura en materia de salud, el acceso a una vivienda digna, el derecho a la educación  y  los demás derechos de índole social -que en su ausencia implican una vulnerabilidad en consonancia con las segregaciones espaciales, económicas, y culturales-, no están contenidas en el discurso hegemónico de la inseguridad; se trata de una construcción  que sólo abarca una dimensión entre las tantas inseguridades y desprotecciones existentes. Entonces, el discurso hegemónico actual, invisibiliza, silencia otras “inseguridades”.

        Si una de las amenazas más relevantes del contexto inseguro es la desprotección de los bienes privados, es lícito pensar que quienes menos bienes poseen van a ser señalados naturalmente como preconcebidos sospechosos;tal es el rol aquí de los amenazantes. Así es como, el colectivo desfavorecido en términos socioeconómicos, es el objeto central del modelo de inseguridad meramente delictiva, esta falencia ha logrado imponerse sobre las otras necesidades y desprotecciones, apropiándose en el imaginario colectivo de la exclusividad del término.

 

        Es así que, reiterada e incansablemente, los medios de comunicación identifican como “causantes de la inseguridad” a los jóvenes urbanos que se encuentran desempleados. Así es como, construyen una cadena de equivalencias coherente con esta cosmovisión: inseguridad-delito-pobreza. Es el elemento que cierra el círculo explicativo que responde a  cuál es el peligro y quiénes poseen el mayor incentivo de detentar el delito. 

        Ahora bien, en este discurso sólo se llaman “delitos” determinados actos contra la propiedad privada (el robo y hurto) y se dejan por fuera actos tales como estafas, defraudaciones, cohecho, la malversación de fondos públicos, el enriquecimiento ilícito, etcétera. Estos actos, por lo general, tienen un impacto económico mucho mayor y, sin embargo, se distinguen discursivamente del delito a través del término “corrupción”. De esta forma, también son inseguridades, pero no se encuentran representadas dentro del discurso hegemónico de “la inseguridad”. Aunque forman un conjunto amplio de conductas contempladas por la legislación penal y causan daños socialmente relevantes, no suelen incluirse en la agenda de las políticas criminales. No aparecen tampoco en las páginas de policiales, no permiten una lectura que pondere un crecimiento de “la sensación de corrupción”, como sí sucede con la inseguridad dirimida en términos de delitos callejeros. 

        Defraudaciones financieras de gran escala, el lavado de dinero y la fuga de capitales, son delitos emprendidos por individuos de mayor capacidad adquisitiva y de acción que los delincuentes pobres comunes. Son delitos de ricos que no se engloban dentro de la “inseguridad” fogoneada diariamente por los medios de comunicación. Más aún, cuando se habla de ilícitos de este tipo, se los suele llamar “casos de”, se los trata de un modo episódico como si no se integraran en un mismo problema social totalizante. 

Entonces, los medios de comunicación atomizan las maniobras financiéras ilícitas, las individualizan; reciben un tratamiento simplista y atomicista, argumentando la culpabilidad de “malos policías” o “casos de policías que participan en delitos”, “funcionarios corruptos”  etc.. Es decir, el diagnóstico se desplaza de lo institucional hacia los agentes individuales, bajo esta idea de “corrupción” se focaliza, entonces, en la responsabilidad de sujetos particulares, siendo falencias de índole solo individual. La solución que se infiere gira en torno de la expulsión del elemento que es presentado como extraño a la propia lógica institucional. Así es como, se puede observar de manera nítida y clara que jamás se ha hilvanado en televisión un término parecido a “ola de corrupción”, como sí sucede con las denominadas “olas de inseguridad”.

      En fin, se encuentra que los recortes que configuran el “problema de la inseguridad” son múltiples.  Resaltan ciertas víctimas y se invisibilizan otras, se destacan ciertos delitos y se ignoran o promueven otros, es así que los delitos ocurridos en el ámbito doméstico, los delitos de tránsito, los vinculados al mundo económico, la violencia intermitente del Estado, la violencia contra las mujeres, la destrucción de recursos naturales, etc. no forman parte de la problematización de la (in)seguridad,

      La noción de inseguridad misma se ha confinado a sólo un aspecto particular entre las desprotecciones existentes (el delito contra la propiedad y la integridad física). Pero, peor aún, un sector de la sociedad, que ostenta el  mayor poder político y económico, ha sido excluido de integrar ese colectivo “peligroso y amenazante” que se corresponde con los agentes que provocan “inseguridad”. No por no incurrir en delitos relevantes (una defraudación económica a gran escala lo es), sino por su capacidad de poder misma, por estar ubicado en una posición superior dentro de los estratos socioeconómicos. Están excluidos como causantes de ser señalados, porque no se encuentran reflejados por el objeto del prejuicio útil, éste se vislumbra en la figura de un “otro” peligroso -implica el señalamiento preconcebido de personas de condiciones de vida precarias, ávidas por vulnerar la propiedad privada, al  no poseer  amplio acceso a bienes de consumo-. Los delitos de los ricos no han sido medidos con la misma vara que los de los pobres; de esta afirmación parte la  exclusividad del término “inseguridad”, conferido únicamente a a estos últimos.

      Estas conductas delictivas por fuera del ámbito callejero, -emprendidas discretamente por individuos de gran infraestructura financiera, influencias personales, cargos ejecutivos privados y públicos, entre otros tantos,-, que  constituyen claras fuentes de inseguridad hacia personas y colectivos, son actos que atentan contra la integridad física y psíquica de las personas con una frecuencia posiblemente mayor que los denominados delitos urbanos. 

Entonces, se trata de otra inseguridad, la propiciada por miembros de los sectores más pudientes, inseguridad emprendida por ladrones de guante blanco que resulta invisibilizada en el discurso de la inseguridad más extendido y fogoneado mediáticamente; una retórica que, paradójicamente, excluye de su aplicación a personas poderosas y funcionarios implicados en actividades ilegales, mientras castiga a personas socialmente débiles. Son maniobras y fraudes que podrían, por ejemplo, dejar sin empleo a muchas familias, y  significar también la ruina de otros tantos. 

Aún en el caso en que se desenmascara un hecho ilícito de estas categorías, los responsables gozan de impunidad mediática, gracias a que se presenta lo sucedido como un caso aislado; los propios medios no los demonizan como agentes de la “inseguridad”. Así es como, el guante blanco otorga sus privilegios, gente tan sofisticada no los sabría desaprovechar.

Nicolás Russo
Analista de CECREDA

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