Análisis y Desarrollo Político

La Teoría de los Juegos y los mitos del liberalismo: la autorregulación y la mano invisible

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En 1998, en nuestro país se produjo el estreno de  la película “A Beautiful Mind”,  conocida como “Una Mente Brillante”. La misma, que se alzó con el premio Oscar a la mejor película de ese año, trata sobre la vida del matemático y ganador del premio Nobel John Nash.

Sí ya es poco habitual que el cine comercial tome la vida de un matemático como base para un film -y que por si fuera poco éste resulte exitoso-, más particular todavía resulta una afirmación que los creadores ponen en boca del científico y que pasa casi desapercibida  en el relato. En cierto momento, un joven Nash plantea una corrección a la teoría económica de Adam Smith, la cual afirma que los actores, en busca de su beneficio individual en forma egoísta, terminan por conseguir el bienestar general para toda la sociedad. Nash afirma – y demuestra-  que no siempre la búsqueda individual consigue el bien común, sino que en variadas ocasiones la cooperación ofrece más beneficios, no sólo para la sociedad en su conjunto, sino que incluso para cada uno de los actores individuales.

Más allá de la simplificación del film, propia del lenguaje cinematográfico, la escena tiene una base sustentada en la realidad, más precisamente en lo que se conoce como “Teoría de los Juegos”, rama del pensamiento matemático a la que también colaboró Nash.

La Mano Invisible

Adam Smith publicó en 1776 –año de la Revolución Estadounidense y algunos años antes de la Francesa-  un libro denominado “Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones”. Este libro fundó la moderna disciplina económica y fue considerado la base teórica del naciente liberalismo económico y su justificación. Smith plantea un sistema “natural” en el cual los sujetos compiten libremente, con el objetivo de aumentar sus beneficios individuales, sin preocuparse del beneficio de los otros. Pese a este egoísmo, el sistema consigue, involuntariamente, el bienestar general de la población, ya que todos deberán esforzarse para obtener lo mejor para sí mismos y de esta manera conseguirán “el mejor de los mundos posibles”. Smith nos dice que este bienestar general será alcanzado entonces, gracias a una  “mano invisible”, contraria a la “mano visible” del Estado. Para que los sujetos puedan desarrollarse libremente, se deberá fomentar la libre empresa y la libre competencia, y alejar cualquier atisbo de regulación. La actuación del Estado no haría más que limitar la libertad de los actores, impidiendo por tanto el bien general. El edificio del pensamiento liberal –y luego del neoliberal- se ha construido sobre estas premisas, dadas por verdades irrefutables durante demasiado tiempo. Pero, ¿qué pasa cuando lo que se pone en discusión son las mismas premisas del modelo? 

Mejor si cooperamos

La Teoría de los juegos es un área que investiga las relaciones de los sujetos y la forma en que éstos interactúan entre sí, planteando estas relaciones como si de juegos se tratase, donde las decisiones que se toman producen beneficios o desventajas. Es actualmente utilizada en disciplinas como la Economía y la Sociología, entre otras. Al igual que la teoría liberal, considera que las personas actúan racionalmente, es decir, intentando maximizar sus beneficios individuales.

Uno de los enfoques más interesantes de acuerdo al punto en cuestión, es lo que se conoce como “juegos no cooperativos”. Dentro de ellos existe uno muy ilustrativo que se conoce como “la tragedia de los comunes”. Imaginemos que tenemos un bien comunal -un parque por ejemplo-. Todos los habitantes de las cercanías pueden usar las instalaciones, pero nadie está obligado a limpiarlo, quedando a la libre voluntad de éstos el hacerlo o no.  Es decir, es decisión de cada uno tanto usarlo como limpiarlo. Y, ya que esto es un juego, supongamos que es un esfuerzo que se debe realizar (o un disvalor).

¿Cómo se deberían comportar los sujetos? De acuerdo con la teoría liberal, cada individuo debería actuar pensando sólo en sus intereses, en forma egoísta. De esta forma entonces, la decisión más racional para maximizar el interés individual –egoísta, la más conveniente para cada uno, es utilizar el parque, pero no limpiarlo.

Ahora, ¿qué sucede si todos actúan de la misma forma egoísta y racional? Todos usarían el parque y nadie lo limpiaría. Después de un tiempo el parque se volvería inutilizable. La actuación egoísta termina perjudicando no sólo al conjunto, sino a cada uno de los individuos que actuaron egoístamente, ya que ahora no pueden utilizar el parque. La cooperación surge entonces como una mejor decisión, tanto para el conjunto como para cada individuo.

Este sencillo juego sirve para comprender diferentes situaciones de la vida real, como por ejemplo, los problemas de tráfico en las grandes ciudades, donde todos quieren utilizar su automóvil para llegar a su destino más rápido, pero al actuar todos de la misma manera, terminan generando atascos que perjudican al conjunto y a sí mismos. Otro ejemplo es el de la acumulación de basura en diferentes esquinas. Los vecinos tiran la basura en una esquina porque les queda más cerca, o en el contenedor aunque rebalse y se caiga el contenido, bajo la idea de que no tiene sentido realizar un esfuerzo mayor o no sacar la basura, ya que todos van a actuar egoístamente. Esta acción termina perjudicando no sólo al barrio, sino al mismo vecino que arroja esa basura que, para no caminar más pasos o no dejar la basura en su casa hasta que se desocupe, paga como precio la acumulación de basura y las consecuencias sanitarias y estéticas entre otras que esta situación atrae.

Ahora, ¿cómo hacer que los individuos cooperen o establezcan reglas comunes si siempre observan las situaciones desde su interés individual? 

El Estado como regulador

Es indudable entonces que en estas situaciones son necesarias algún tipo de reglas o regulaciones para hacer el sistema más eficiente y sustentable. Y en las sociedades modernas la regulación puede ser llevada  a cabo únicamente por el Estado.  Su tarea es la de mediar entre los diferentes actores de la Sociedad y es el único que cuenta con la capacidad de imponer o sugerir reglas comunes, amén de que tiene, por definición, una visión más global de las necesidades de la comunidad. Desde los sectores más concentrados y las usinas de pensamiento liberal se suele ponderar la “autoregulación del mercado” como solución al problema. Es decir, que los jugadores se limiten a sí mismos. Esta afirmación no es más que una falacia, porque depende simplemente de la voluntad de los actores a respetar las reglas autoimpuestas. Si el que cuenta con posición dominante –o cualquier actor- decide no cumplir las regulaciones, no hay nadie que pudiera impedírselo. Y tomando como válidas las premisas del liberalismo, lo más probable es que suceda, debido a que la búsqueda del interés individual y la racionalidad así lo piden. 

Los monopolios perjudican al capitalismo

En la era actual, la dinámica propia del capitalismo lleva a la concentración de la economía en cada vez menos actores. En nuestro país, como en buena parte del mundo, sin embargo, son las pymes las que motorizan el empleo. Si se dejara al capitalismo al libre juego de fuerzas, como plantea el liberalismo, la situación resultante sería la ley del más fuerte, que perjudicaría no sólo a las pymes y los trabajadores, sino también a las grandes empresas, que no tendrían a quién venderles sus productos.

Karl Marx, en su análisis sobre las características esenciales del capitalismo, define al Estado como el “Capitalista Colectivo Ideal”. Esto quiere decir que el Estado, que en su definición es garante del propio capitalismo, no lo es de ninguna manera de un capitalista en particular, sino del sistema en su conjunto. Incluso puede limitar el poderío de un actor en beneficio del propio capitalismo.

Esta necesidad fue rápidamente entendida por países como Estados Unidos –el que más ha hecho por difundir el liberalismo y al que no se puede insinuar de tomar favorablemente las ideas de Marx-. Fue pionero en la legislación “antitrust”,  que tenía como objetivo evitar los monopolios, que atentaban contra la competencia, condición imprescindible del capitalismo. Es muy conocida la sentencia que, ya en el año 1911, se aplicó a la empresa Standard Oil por abuso de posición dominante y mediante la cual se la obligó a dividirse en treinta y cuatro -sí, treinta y cuatro- entidades diferentes. Esta sentencia es considerada ejemplar para entender los peligros de los monopolios. Cruzando el Océano –y más cerca en el tiempo-  otro tanto pasó con la sentencia dictada por la Unión Europea contra Microsoft también por abuso de posición dominante. La Unión consideró que el hecho de que esta empresa integrara diversos programas accesorios junto con su sistema operativo Windows, hacía que las compañías que ofrecían programas similares no pudieran competir en igualdad de condiciones. De nuevo, un organismo estatal –en este caso supraestatal-  que establece regulaciones a fin de proteger al sistema en su conjunto.

En Argentina, se viven situaciones similares con, por ejemplo, la ley de servicios de comunicación audiovisual, que ya lleva cuatro años sancionada pero no puede aplicarse en su totalidad debido a que el jugador más poderoso del juego ha intentado, con éxito hasta ahora, impedirlo.

En resumen, si se niega al Estado su potestad regulatoria, lo que se obtiene es un libre mercado que poco tiene de “libre”. En realidad, lo que se consigue es una  ley del más fuerte, donde la competencia se ve cada vez más limitada por jugadores que ocupan todo el tablero e impiden a los otros jugar. Un Estado activo es el único garante de que el sistema pueda seguir funcionando correctamente. Quizás a esto se hace mención cuando desde la Presidencia de la Nación se solicita un “capitalismo serio”. Un capitalismo serio es aquel en donde existen reglas y las mismas permiten que todos puedan competir con similares posibilidades.

Cristian Silva
Analista de Cecreda

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