Cuando empezamos a transitar las primeras semanas de la pandemia, en un escenario de completa incertidumbre, algunos pensadores y referentes políticos imaginaban la posibilidad de un cambio radical en nuestro modo de acumulación a nivel global. Surgió entonces un espíritu humanizador de la economía que se sostenía en la convicción de que el capitalismo salvaje estaba implosionando y ya no podría dar respuesta a las necesidades de una sociedad empobrecida y muy golpeada.
Esta parábola parece casi anecdótica. Poco tiempo tuvo que pasar para que esta ilusión se desmorone ante la evidencia de un mundo que recrudece sus mecanismos coercitivos para asegurar la concentración de riqueza por parte de los grandes ganadores de siempre. Las empresas transnacionales desoyeron las necesidades de la sociedad y amenazaron con despidos. Los grandes pooles exportadores especularon con la liquidación de divisas y la provisión de alimentos. Y los bancos, sencillamente, fueron fieles a su tradición.
Hacia fines de marzo, el Gobierno Nacional dispuso la creación de una línea de créditos al 24% anual con 3 meses de gracia para que las pequeñas y medianas empresas pudieran acceder al capital necesario para sobrevivir a la pandemia y conservar los puestos de trabajo. Y a pesar de las sanciones que poco después aplicaría el Banco Central, las entidades financieras se mantuvieron reticentes a otorgarlos alegando que los beneficiarios representaban un alto riesgo de incobrabilidad. La casa siempre gana.
Hacia fines de 2015, la intermediación financiera representaba el 3,95% del PBI y se ubicaba en el undécimo lugar del ranking que ordena las 12 actividades con mayor influencia en el valor agregado nacional. Las políticas económicas adoptadas por el gobierno de Mauricio Macri significaron la suba de casi un punto porcentual de participación, alcanzando el 4,92% y una consecuente escalada a la novena posición. Como contrapartida, la industria – que hasta 2015 encabezaba el ranking en cuestión como la actividad que más valor agregado generaba – descendió al segundo lugar.
Las mentes más obtusas (o simplemente cómplices) alegaron que ninguna entidad privada ingresa al mercado con la intención de perder. Ni siquiera admitirán la posibilidad de que estos reduzcan sus márgenes de ganancia en un contexto donde casi todos estamos perdiendo. Pero esta simplificación no es inocente. Dista de ser una lectura errónea. Es el intento manifiesto de velar las intenciones de un sistema que está configurado para favorecer la especulación financiera en detrimento de todo intento industrializador.
La banca privada ha sabido obstaculizar (hasta a veces desvanecer) los intentos de cada pequeña y mediana empresa del país que quisiera acceder a los programas impulsados por el Ejecutivo para sostener la producción y el trabajo. La pobreza y el desempleo no pueden ser leídas solamente como consecuencias del capitalismo salvaje, sino que son además su insumo indispensable.
La casa siempre gana. Y gana más aún con cada vez que pierde la producción. Entonces, ¿por qué habría de responder a las necesidades de la industria nacional? Las pequeñas y medianas empresas de todo el país necesitan una alternativa. Las PYMEs necesitamos una banca especializada destinada al desarrollo sustentable de nuestro entramado productivo a través de créditos para bienes de producción y programas de inversión. Necesitamos la apuesta concreta. Un pleno al futuro industrial de nuestro país.
Mauro Gonzalez
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